Cuando El Amor Llama

El murmullo de cientos de voces llenaba el aire como un oleaje interminable. El eco metálico de los anuncios retumbaba entre las paredes de cristal del aeropuerto. Yo apenas podía respirar. El olor a café barato, a perfume mezclado con sudor de prisa, me mareaba. La pantalla anunciaba con letras rojas: Último llamado a abordar.

Y allí estaba ella. Lucía. Con su maleta color vino tinto, el cabello recogido a toda prisa, los labios mordidos por la duda. Mis piernas temblaban al verla, como si el suelo de aquel aeropuerto no me sostuviera.

—Lucía… —mi voz apenas logró escapar de mi garganta.

Ella se detuvo. Por un instante el tiempo se congeló. El bullicio, los gritos, las ruedas de maletas arrastrándose… todo se volvió un murmullo lejano. Me miró, y en sus ojos había una tormenta.

—No hagas esto… —dijo con un hilo de voz, como si supiera lo que estaba a punto de estallar.

Me acerqué, desafiando la marea de pasajeros. Podía sentir el calor de su cuerpo a pesar de la distancia, como si el aire ardiera entre los dos.

—No puedes irte sin saberlo —contesté, con un temblor que me partía el pecho—. Lucía, cuando el amor llama a tu puerta… no puedes cerrarla.

Ella tragó saliva. Un anuncio volvió a sonar: “Vuelo 322 a Madrid, última llamada”. Un silbido metálico. Una condena.

—¿Y si me equivoco? —susurró ella, con las manos apretadas al asa de la maleta.

—Entonces me equivoco contigo —dije, sin pensarlo, con el corazón en la boca—. Pero no me dejes aquí, condenado a preguntarme toda la vida qué hubiera pasado.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, y supe que el muro se derrumbaba. La vi soltar la maleta. El golpe seco contra el suelo retumbó en mi pecho como un trueno.

Corrió hacia mí. Yo también corrí. Y cuando nos encontramos en medio de aquel caos de viajeros, la abracé como si abrazara al mundo entero. Sus labios me encontraron con una urgencia desesperada, un beso que sabía a despedida y a eternidad al mismo tiempo.

El aeropuerto se desvaneció. Ya no existían vuelos, ni horarios, ni destinos. Solo su respiración entrecortada contra la mía, sus manos temblando en mi cuello, mi corazón latiendo como nunca.

Pero entonces, escuché un sollozo ahogado en su garganta. Se apartó apenas un centímetro.

—Tengo miedo… —dijo, con los ojos cerrados—. Si me quedo, lo pierdo todo.

La miré. Y sonreí con un dolor dulce en el pecho.

—Si te vas, lo pierdes todo también. La diferencia es que si te quedas, al menos me tienes a mí.

Ella rió entre lágrimas, esa risa quebrada que es mitad esperanza y mitad derrota. Y en ese instante lo supe: no había vuelta atrás.

El altavoz volvió a sonar. “El vuelo 322 ha cerrado sus puertas.” Un murmullo de quejas llenó el aire, pero para mí fue música. El universo nos había dado una respuesta.

Lucía me abrazó con fuerza, hundiendo su rostro en mi hombro. Yo acaricié su espalda y susurré:

—Ya lo decidiste. El amor llamó a tu puerta… y lo dejaste entrar.

Sentí su respiración tranquila por primera vez en años. Y comprendí que la verdadera valentía no era tomar aquel avión, ni huir de lo que nos quemaba por dentro. La verdadera valentía era quedarse.

Ese día, en medio de un aeropuerto abarrotado, entendí que a veces perder un vuelo significa ganar una vida.

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