Naufragar Contigo

El puente crujía bajo los pies de ambos, como si él y ella fueran parte de la madera misma, una tensión viva que recorría cada tablón. Abajo, el río rugía con furia, y el viento arrancaba mechones de cabello, agitando su presencia como llamas negras que se negaban a permanecer quietas.

Él la miraba, extendiendo la mano con un temblor que no era del frío, sino del miedo contenido. Ella se aferraba al barandal como si soltarlo significara perder todo lo que quedaba entre ellos. La lluvia aún no caía, pero el aire olía a tormenta, a humedad y a recuerdos que se habían acumulado durante años.

—Ven, acércate —dijo él, con la voz quebrada y baja, casi un susurro que se mezclaba con el rugido del río.

Ella dudó. Los ojos buscaban una excusa, las manos una defensa. Finalmente, apoyó la suya en la de él. Sus dedos eran fríos y temblorosos, pero no la soltó.

—¿Por qué aquí? —preguntó ella, levantando la mirada solo un instante, evitando la intensidad de su rostro.

Él no respondió de inmediato. En silencio, recordó todo: el primer beso robado, las promesas de no separarse jamás, los silencios que los habían ido desgastando y la distancia que el tiempo había sembrado entre ellos. Finalmente, respiró hondo:
—Porque aquí empezó todo —dijo—. Y también aquí nos perdimos.

El viento trajo consigo un olor metálico, como de cadenas oxidadas. Era el pasado de ella, eran los miedos de él. La tensión se sentía en cada crujido de la madera, en cada golpe del río, en cada segundo que pasaba sin palabras.

Ella lo miró de nuevo, esta vez más detenidamente. Los ojos brillaban, pero no de ternura.
—¿Y si esa luz ya no existe? ¿Si todo fue ilusión?

Él dio un paso hacia adelante. Su frente se acercó a la de ella, su respiración chocaba con la de ella, mezclando miedo y deseo. El aire olía a lluvia, y parecía que cualquier segundo podía arrastrarlos al río.
—No —dijo con voz firme, controlando la rabia contenida—. No es ilusión. Esto que sentimos es lo único que tenemos. Este fuego sigue vivo aunque tratemos de apagarlo.

Ella titubeó, y él, despacio, apartó sus manos del barandal. La tomó con cuidado, sin prisa, solo para que sus frentes se tocaran. El contacto era mínimo, pero suficiente para decir todo lo que las palabras no podían expresar.

—Déjame ser la canción que rompa tu silencio —susurró él—. Déjame ser el sol de tus mañanas, aunque solo sea por un instante.

Sus labios temblaban, como queriendo decir algo que la voz no alcanzaba a pronunciar.
—¿Y si caemos? —preguntó—. Si el río nos arrastra, ¿qué nos quedará?

Un relámpago iluminó la escena. La lluvia comenzó a caer en gotas que golpeaban sus hombros y cabellos. Sus ojos se encontraron en ese instante, y en ellos se vio todo: miedo, deseo, nostalgia y esperanza.

—Entonces caemos juntos —dijo él—. Pero será nuestro naufragio. Nuestro tesoro escondido entre tu piel y la mía.

Ella no respondió con palabras. Sus labios lo buscaron en un beso ardiente y urgente, lleno de lágrimas, de viento y de años de espera. La madera del puente crujía bajo ellos, pero no importaba. Ninguna tormenta, ningún río, ninguna duda podía separarlos ahora.

Cuando se separaron, todavía empapados y temblando, ella murmuró apenas:
—No es tan difícil amar… solo hay que cerrar los ojos y soñar.

Él la abrazó con fuerza. Y entonces entendió que no necesitaban promesas, juramentos ni riquezas. Solo existía este instante robado, este puente que guardaba sus pasos, este río que gritaba lo que nunca se habían atrevido a decir.

Rieron bajo la lluvia, empapados y libres, como si fueran los dueños del universo. Y mientras sus labios se encontraban otra vez, él pensó en silencio:

«Amar es lanzarse al abismo y confiar en que el otro también abrirá sus alas.»


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