
El muelle crujía bajo mis pasos, como si la madera misma recordara el peso de mi ausencia. El aire traía olor a sal y un rumor constante de olas golpeando contra los barcos, que se mecían suavemente en la oscuridad. Sobre nosotros, la medianoche desplegaba un manto de estrellas que parecían más cercanas de lo que jamás las había visto.
No había vuelto a ese muelle en años. Y sin embargo, ahí estaba, como esperándome. Como si nada hubiera cambiado y todo, al mismo tiempo, fuera distinto. Y allí estaba ella.
La vi de espaldas, con el cabello desordenado por la brisa, mirando hacia el horizonte negro. Sus manos descansaban sobre la baranda húmeda. Reconocí su silueta sin necesidad de verla por completo; era la misma que guardaba intacta en mis recuerdos, esa que me había acompañado en sueños y desvelos.
Tragué saliva.
—Nunca pensé que volvería a encontrarte aquí —dije, con una voz más rota de lo que esperaba.
Ella se giró despacio. Sus ojos brillaban con la luz de las estrellas, como si me hubieran estado esperando toda la vida. Y sonrió, pero era una sonrisa que dolía.
—Yo tampoco. Pero supongo que el mar nunca deja de llamar a quienes le deben algo.
El silencio cayó entre nosotros, lleno del crujir de la madera, del olor a sal y del eco lejano de las olas. Saqué del bolsillo un papel doblado, arrugado, amarillento por el tiempo. No estaba seguro de si debía mostrarlo.
—¿Recuerdas esto? —pregunté, desplegando con torpeza los versos que había copiado cuando éramos jóvenes, cuando creíamos que el amor podía sostener el mundo entero.
Leí en voz baja, temblando:
«Hay una rosa pequeña que me gusta.
A la cual un tierno pétalo han robado.
Mas su belleza es tal, que no ha cambiado,
Y que la arranquen de mí, ¿verdad? me asusta.»
Ella bajó la cabeza, como si esos versos fueran un golpe demasiado fuerte.
—No pensé que lo conservarías —susurró.
—Lo guardé porque eras tú. Porque eras todo lo que yo era incapaz de decir.
Se giró del todo, y por primera vez vi las lágrimas en sus mejillas, brillando con la luz de la luna.
—¿Sabes qué fue lo más cruel? —dijo, apenas audible—. Que yo también te busqué toda la vida. Pero nunca tuvimos el valor de decirlo en voz alta.
El aire se volvió frío, como si el mar mismo hubiera contenido la respiración. Sentí un nudo en la garganta.
—Lo digo ahora. Aunque sea tarde. Aunque ya no cambie nada. —Di un paso hacia ella, casi suplicando—. Mi pequeño y tierno amor, si te vas, me roba el sol.
Ella cerró los ojos al escuchar esas palabras, y por un instante pensé que iba a caer en mis brazos. Pero en cambio se apartó un poco, abrazándose a sí misma.
—No me lo hagas más difícil…
El crujido de la madera bajo sus pasos fue como un latido roto. El mar seguía allí, implacable, como testigo de nuestra cobardía. Me acerqué un poco más, sintiendo el frío de la brisa cortarme la piel.
—¿Por qué entonces, después de tantos años, decidiste venir aquí? —pregunté con un hilo de voz.
Ella levantó la mirada hacia las estrellas, y por primera vez entendí: no había venido a buscarme. Había venido a despedirse.
—Porque necesitaba escucharte decirlo —respondió.
Me quedé quieto, como si la noche entera me hubiera atravesado con un filo invisible. La madera crujía, los barcos se mecían, y yo entendía demasiado tarde que algunas confesiones no son para unir, sino para cerrar heridas.
Ella se inclinó hacia mí, rozó mi mejilla con la suya, húmeda de lágrimas, y susurró:
—Eres mi tristeza y mi alegría. Pero ya no mi camino.
No pude responder. Solo la vi alejarse, perdiéndose en la oscuridad del muelle hasta que su silueta se disolvió en la brisa. Y en ese instante comprendí que hay amores que viven más en los versos que en la realidad, más en el recuerdo que en la carne.
Me quedé mirando el mar, repitiendo en silencio una última línea del poema que tanto había guardado:
«Hoy somos más que el brillo del ocaso… que si me faltas, mujer, me moriría.»
Las estrellas me parecieron entonces demasiado lejanas, y el mar, demasiado inmenso. Pero la madera bajo mis pies me recordó que seguía de pie, aunque fuera sobre las ruinas de lo que nunca nos atrevimos a vivir.
Y pensé: a veces, la confesión más grande no busca un futuro, sino el coraje de dejar ir.
“A veces, el amor más eterno es el que nunca pudo ser.”
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