
El reloj de la estación marcaba las ocho y media de la noche. El eco de las maletas arrastradas sobre el suelo y las voces entrecortadas de altavoces que anunciaban destinos parecían formar un coro fúnebre. Yo estaba allí, perdido entre la multitud, con las manos frías y un nudo en la garganta, cuando la vi.
Sentada en un banco metálico, con el abrigo azul envolviendo su cuerpo frágil, parecía más una sombra que una mujer. Sin embargo, en cuanto nuestros ojos se encontraron, todo mi pasado se encendió como un relámpago.
—Eres tú… —susurré, apenas atreviéndome a acercarme.
Ella levantó la mirada. Sus labios temblaron, y un brillo húmedo cruzó sus ojos.
—Sabía que tarde o temprano me encontrarías… pero no aquí. No ahora.
El olor a café barato y pan dulce me envolvía mientras me sentaba a su lado. Mi corazón latía con tanta fuerza que temí que ella lo escuchara.
—No puedes irte. No después de todo lo que vivimos.
Ella bajó la mirada hacia el boleto que apretaba en sus manos.
—No tienes idea de lo que arrastro, de lo que escondo. Si supieras… me odiarías.
—No me importa lo que hayas hecho, ni lo que ocultes. —Le tomé la mano, fría y temblorosa—. Eres la rosa a la que la vida le robó un pétalo, pero aun así sigues siendo mi rosa.
Ella quiso apartarse, pero no pudo. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Tengo un hijo —confesó de pronto, con un hilo de voz—. No es tuyo. Es el recuerdo de un error, de una vida que no elegí.
El mundo se me vino abajo. Sentí que me arrancaban el aire. Sin embargo, no solté su mano.
—Eso no me aleja de ti. Al contrario… ahora entiendo tu silencio, tu ausencia.
Ella me miró, incrédula.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Porque aunque estés lejos, aunque estés marcada por un pasado cruel, yo te amé antes de conocerte. Te amé en cada palabra, en cada sueño. Y lo sigo haciendo ahora.
El altavoz anunció la salida del autobús rumbo al sur. La gente comenzó a levantarse apresurada, y el bullicio nos rodeó. Ella se incorporó, apretando el boleto contra su pecho.
—Si subo a ese autobús, jamás volverás a verme.
—Y si te quedas, quizá el mundo entero se nos venga encima. —Me puse de pie frente a ella, sin apartar mis ojos de los suyos—. Pero prefiero caer contigo que seguir viviendo sin ti.
Su respiración era entrecortada, su cuerpo temblaba. Y entonces ocurrió: se inclinó hacia mí y me besó. Fue un beso desesperado, lleno de años de silencio y de dolor contenido. Un beso con sabor a lágrimas y a promesas imposibles.
Cuando se apartó, sus mejillas estaban húmedas.
—No puedo. Mi vida ya no es solo mía…
Se dio la vuelta y caminó hacia la puerta de abordaje. Cada paso suyo fue una daga en mi pecho. La vi entregar el boleto, subir las escaleras del autobús y desaparecer tras los vidrios oscuros.
El motor rugió, el vehículo se alejó, y yo quedé allí, con las manos vacías y el alma rota.
Comprendí entonces que hay amores destinados a doler, a vivir en los márgenes de lo imposible, pero que ni la distancia ni el tiempo logran apagar. Ella será siempre mi tristeza y mi alegría, mi herida y mi refugio.
Si esta historia fuera portada de una historieta, diría:
“El verdadero amor no se mide en finales felices, sino en la eternidad de una herida que nunca deja de sangrar.”
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