
La lluvia caía sin pausa sobre la plaza desierta, mojando los adoquines y los bancos vacíos. Yo caminaba con las manos dentro de los bolsillos, intentando encontrar calor en el frío húmedo que calaba hasta los huesos, cuando la vi aparecer bajo un paraguas negro. Su perfume me alcanzó antes que su voz, mezcla de incienso y jazmín, y mi corazón se detuvo un instante: no había criatura más hermosa en el mundo que ella.
—No esperaba verte hoy —dije, con la voz que temblaba más de lo que quería admitir.
Ella bajó la mirada, esos ojos que miraban sin mirar, y sonrió con suavidad, esa sonrisa que podía desarmar cualquier muro de razón.
—Yo tampoco pensaba quedarme, pero necesitaba saber si aún podías verme.
Nos acercamos y compartimos un paraguas que apenas nos cubría, sintiendo cómo la lluvia nos unía en silencio. Cada gota que caía sobre nosotros parecía dibujar un puente entre dos almas que se habían perdido, y ahora se encontraban otra vez, aunque con miedo y dudas.
—¿Por qué te fuiste aquella noche? —pregunté, tratando de contener la emoción que me ahogaba—. No supe cómo buscarte después.
Ella respiró hondo, y su mirada se clavó en mis ojos como queriendo contarme un secreto que temía revelar.
—No era el momento —susurró—. No podía perderme en tus ojos sin perderme a mí misma.
El aire estaba impregnado del aroma a tierra mojada y café cercano, y un frío intenso nos envolvía, pero la cercanía de su cuerpo me calentaba de un modo que ninguna manta lograría. Tomé su mano, y por un instante sentí que podía sostener el mundo entero en ella.
—Tus manos… son milagros —dije, con la voz rota—. Todo lo que tocas parece transformarse.
Ella bajó la mirada, y un rubor le iluminó las mejillas.
—Nunca imaginé que alguien pudiera ver la inocencia que intento proteger —murmuró—. Pero tú… tú la ves, a pesar de todo.
Caminamos entre charcos que reflejaban las luces de la ciudad, y cada paso era un recordatorio de los momentos que habíamos compartido y perdido. El frío me mordía los dedos, pero sentir su mano entrelazada con la mía era suficiente para ignorarlo. Entonces, llegó la hora de despedirnos: el tren esperaba al final de la estación, silbando entre la bruma nocturna.
—Te prometo que volveré —dijo, con los labios temblorosos mientras yo apretaba su mano con fuerza—. Solo necesito encontrar mi camino primero.
Quise gritarle que no se fuera, que me quedara con ella para siempre, pero entendí que el amor también era dejarla ir. Solo pude abrazarla, inhalando su esencia, dejando que su perfume se mezclara con la humedad del aire.
—Vuelve a mí —susurré al oído, sintiendo cómo desaparecía entre mis brazos.
El tren partió y la noche quedó vacía, como un silencio que me envolvía y me recordaba todo lo que había sentido: amor, ternura, belleza, un instante robado que ya era eterno. Caminé solo bajo la lluvia que había cesado, con el eco de sus palabras y la certeza de que algunas personas entran en tu vida para enseñarte a mirar más allá de lo evidente, a sentir sin tocar y a esperar sin desesperar.
En ese momento comprendí que el verdadero amor no siempre es poseer, sino reconocer la belleza en cada instante compartido y en cada adiós que deja la promesa de un regreso. Porque, como en los versos que ella misma parecía encarnar: en tus ojos cuando miran sin mirar, se hallan los momentos más hermosos de la vida, y la esperanza de que siempre habrá rosas, incluso en invierno.
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