El aire en la librería olía a madera envejecida y páginas amarillentas. Era uno de esos lugares donde el silencio pesa más que cualquier palabra, y sin embargo, allí estaba yo, temblando entre los estantes, sabiendo que ella aparecería. La puerta chirrió suavemente y, como un susurro que hiere, la vi entrar. Traía el cabello húmedo por la llovizna y en su abrigo oscuro se dibujaba la silueta de quien carga con secretos demasiado grandes. —No debí venir —murmuró apenas me reconoció, como si cada letra le pesara en los…
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